Los artistas que no querían la Torre Eiffel
Lunes 24 Junio 2019
Modificado el 24/06/19
El 14 de febrero de 1887, apenas acababan de iniciarse las obras de la Torre Eiffel. Un mes antes, Gustave Eiffel había firmado un convenio con el Estado y la Ciudad de París, en el que se le concedía durante 20 años el terreno para la Torre y una subvención que cubría una cuarta parte del coste de su construcción. Fue entonces cuando apareció en la portada del periódico Le Temps, eminente publicación en aquella época, una «protesta de los artistas contra la torre de Monsieur Eiffel». Entre los cerca de 40 firmantes se encontraban los artistas más destacados de la época, como el compositor Charles Gounod, los escritores Guy de Maupassant o Alexandre Dumas hijo, los poetas François Coppée, Leconte de Lisle o Sully Prudhomme, los pintores William Bouguereau o Ernest Meissonier, e incluso Charles Garnier, el arquitecto de la Ópera de París. Estos defensores de la «la belleza hasta ahora intacta de París» protestaban «en nombre del gusto francés anónimo, en nombre del arte y de la historia franceses amenazados, contra la erección en pleno corazón de nuestra capital, de la inútil y monstruosa Torre Eiffel, a la que la picaresca pública, a menudo poseedora de sentido común y espíritu de justicia, ya ha bautizado con el nombre de Torre de Babel. ¿Seguirá asociándose la ciudad de París por largo tiempo con las construcciones barrocas, con las mercantiles imaginaciones de un constructor de máquinas, para afearse irremediablemente y deshonrarse? Ya que la Torre Eiffel, a la que ni siquiera la capitalista América querría es, sin duda alguna, la deshonra de París». Y los contestatarios terminan burlándose de esta «torre vertiginosamente ridícula dominando París, semejante a una negra y enorme chimenea de fábrica» que se extendería por toda la ciudad «como una mancha de tinta: la odiosa sombra de esta odiosa columna de hierro forjado».
Los escritores se movilizan
Otras reacciones igualmente virulentas ya habían tenido lugar el año anterior. Así, la revista La Construction Moderne, durante la publicación de los resultados del concurso para la Exposición Universal, criticó la viabilidad de la Torre y, especialmente, de sus ascensores. Algunos escritores habían echado aún más leña al fuego, como Léon Bloy («esa trágica farola gigante»), Paul Verlaine («ese esqueleto de atalaya»), otra vez Coppée («ese mástil de hierro de aparejos tiesos, inconclusos, confusos, deformes»), de nuevo Maupassant («alta y enclenque pirámide de escaleras de hierro, desdichado y gigantesco esqueleto»), Joris-Karl Huysmans («ese espantoso poste enrejillado, esa rejilla en forma de embudo, a mayor gloria del alambre y la chapa, aguja de Nuestra Señora de la Chamarilería»). Los vecinos del Campo de Marte también habían intentado llevar a Eiffel a juicio.
La respuesta de Gustave Eiffel
Gustave Eiffel respondió mesuradamente a la protesta de los artistas argumentando la belleza intrínseca que, según él, tendría la torre: «Por el hecho de que nosotros seamos ingenieros, ¿creen ustedes que la belleza no nos preocupa en nuestras construcciones y que incluso al mismo tiempo que hacemos algo sólido y perdurable no nos esforzamos por hacerlo elegante? ¿Acaso las auténticas condiciones de la fuerza no son siempre compatibles con las condiciones secretas de la armonía?» Eiffel comparaba de buen gana su Torre con las pirámides de Egipto, que no eran más, a fin de cuentas, que «montículos artificiales», para afirmar que, pese a lo común de su carácter, es una construcción excepcional que «simboliza la fuerza y las dificultades superadas».
Con el fuerte apoyo de las autoridades, Eiffel pudo proseguir la construcción de su Torre. Las polémicas se extinguieron por sí mismas al finalizar la obra, frente a la innegable presencia de la Torre y al inmenso éxito popular que obtuvo. Este símbolo del progreso técnico e industrial denunciado por los artistas de la época, se revelaría más adelante como el símbolo paradójico de París, precisamente portador de una nueva estética.
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